jueves, enero 22, 2009

La isla

Y las aguas del sur se juntaron con las que viajaban desde el norte. Y los vientos que soplaban fríos, silbaron canciones con los que traían calor. Tanto bailaban entre si, y tanta pasión había en aquel tango, que los cielos se agitaban y las nubes se hacían espirales. Nada había de parecido, era casi imposible, solo se dieron las condiciones para una tormenta perfecta.

Allí nació lo nuestro. En aquella exótica isla de lana y resortes. Allí comíamos, dormíamos, saltábamos. Allí vivíamos emociones, nos amábamos por las mañanas, discutíamos por las tardes y sudábamos por las noches. Realmente amé aquellos tiempos, especialmente cuando los primeros rayos de sol se colaban por las rendijas de la ventana para iluminar los paisajes de una geografía de piel y aromas. Rara vez, abandonábamos la isla para adentrarnos en la frialdad de los mosaicos, cumpliendo misiones a la heladera en busca de provisiones que aseguren frescas horas de energía que tanto las necesitábamos por aquellos tiempos. Galopamos sobre prados de 180 hilos, torsabamos nuestras carnes bajo cascadas de bronce cuando el calor agobiaba. Dormíamos profundamente formando las agujas del reloj a las diez y diez, cuando las confesiones acababan y el aire se recuperaba. Hablábamos del pasado, dibujábamos el futuro con ojos en brillo, pero básicamente vivíamos el presente. El día a día era nuestro sustento. Reíamos y corríamos libres de vergüenzas y tejidos como si el tiempo no persiguiese y las obligaciones perdieran su nombre, la gente nos vio amarnos, y los mortales envidiaron aquella inmortalidad.

Así nos devolvimos la fe, así nos perdonamos nuestros pecados. En aquella isla sobre el suelo pero cerca del cielo y lejos de la gente, encontramos nuestra paz.

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